Lo que no se logró durante mucho tiempo fue delimitar la línea, que ahora reconocemos, que separa al científico del filósofo. Pero había nacido un nuevo mundo de científicos, una auténtica comunidad científica que, además era internacional. Aquí hemos de volver a referirnos a la imprenta. La rápida difusión de los nuevos conocimientos fue de importancia. La publicación de libros científicos no fue su única forma: también se publicaron las Memorias Filosóficas de la Real Sociedad Inglesa, al igual que, de forma creciente, las memorias y actas de otros organismos cultos. Por otra parte, los científicos mantenían entre sí una voluminosa correspondencia particular, y gran parte del material del que dejaron constancia en ella ha proporcionado algunos de los testimonios más valiosos sobre la forma en que se produjo realmente la revolución científica. Parte de esta correspondencia se publicó; era más inteligible, con términos generales, y se leía más que las cartas que se escriben los científicos más destacados de hoy.
Una característica notable de la revolución científica a los ojos modernos es que en ella desempeñaron un gran papel los aficionados y los entusiastas a tiempo parcial. Hay quien ha sugerido que uno de los hechos más importantes que explican por qué la ciencia avanzó en Europa, mientras el estancamiento se abatía incluso sobre los logros técnicos más sobresalientes en China, fue que en Europa la ciencia estaba asociada al prestigio social del aficionado y del caballero. Las sociedades cultas que comenzaron a aparecer de forma más generalizada hacia mediados del siglo estaban llenas de caballeros diletantes a los que no cabría calificar ni remotamente de científicos profesionales, pero que prestaban a estos órganos el indefinible pero importante peso de su categoría y respetabilidad, se mancharan o no las manos en el trabajo experimental.
En 1700 existía ya la especialización entre las principales y diferentes ramas de las ciencias aunque en modo alguno era tan importante como llegaría a serlo posteriormente. Tampoco exigía la ciencia en aquella época demasiado tiempo; los científicos podían seguir haciendo contribuciones importantes a sus estudios al mismo tiempo que escribían libros sobre teología o ocupaban un cargo administrativo. Esto da cierta idea de algunas de las limitaciones de la revolución del siglo XVII: no podía trascender los límites de las técnicas existentes, y aunque permitieron grandes avances en algunos campos, solían inhibir la atención sobre otros. La química, por ejemplo, hizo progresos relativamente escasos (aunque unos pocos aceptaban todavía el esquema aristotélico de los cuatro elementos que seguía dominando el pensamiento sobre los componentes de la materia en 1600), mientras que la física y la cosmología avanzaron con rapidez y llegaron de hecho a una especie de meseta de consolidación que dio lugar a un avance menos espectacular, pero constante, hasta bien entrado el siglo XIX, cuando los nuevos enfoques teóricos las revitalizaron.
En conjunto, el logro científico del siglo XVII fue enorme. Ante todo, sustituyó una teoría del universo que veía los fenómenos como una actuación directa y a menudo impredecible del poder divino por un concepto del universo como mecanismo, en el que se sucedían cambios regulares debido al funcionamiento uniforme y universal de las leyes del movimiento, lo que seguía siendo bastante compatible con la creencia en Dios. Pude que su majestad no se mostrara en la intervención directa y diaria, sino como creador de una gran máquina; según la analogía más famosa, Dios era el gran relojero. Ni el estudiante típico de ciencias, ni la visión del mundo científico del siglo XVII eran antirreligiosos o anti teocéntricos. Aunque si duda fue importante que las nuevas ideas sobre astronomía, al desplazar al ser humano del centro del universo, cuestionaran implícitamente el carácter único de este (en 1686 apareció un libro en el que se argumentaba que podía haber más de un mundo habitado), no era esto lo que preocupaba a los hombres que hicieron la revolución cosmológica. Para ellos, el que la autoridad de la Iglesia estuviera involucrada en la proposición que el Sol giraba alrededor de la Tierra no era nada más que accidental. Las nuevas ideas que expusieron se limitaban a subrayar la grandeza y los misterios del camino de Dios, dando por supuesta la posibilidad de cristianizar los nuevos conocimientos, del mismo modo que la Edad Media había cristianizado a Aristóteles.
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