Ladrillos calientes – Elbio Firpo

Hace tiempo que el sol del domingo en la fábrica desierta me arrastra a una tristeza infantil. La misma que sentí en la quinta, a esa hora intemporal de las diez, cuando todo permanece silencioso y el zumbido de las abejas profundiza la quietud de las cosas. En esa hora, antes que las campanas empiecen a tañer y desde algún lugar nos llegue el aroma del tuco, en esa hora precisa, apenas puedo contener el llanto. Un instante apenas, profundamente triste y dulce a la vez y quizás por inevitable, tan dolorosamente esperado.

Todo viene del pasado, como la voz tibiamente afable, lejanamente reconocible, que dice que mi hermano tiene cáncer. Colgué el tubo después de agradecer no se que cosa y preguntar por niños olvidados y enterarme que han crecido y que la voz tiene nietos y que su hijo mayor es arquitecto y vive en España.

Ha caído la tarde. La luz de mi escritorio ilumina el libro que dejé de leer. La penumbra envuelve el sillón donde nos sentábamos con Virginia y Esteban a mirar televisión. Vuelvo a verlos, ardillas abrigadas, mientras el invierno llueve afuera. Pero ese invierno tiene veinte años y las ardillas deambulan por veredas ajenas muy lejos de las mías.

La lluvia cae sobre la calle empedrada, los árboles pelados, el farol solitario de la esquina. La cocina económica ruge contenida. La plancha al rojo blanco. Mi padre la enciende con viruta, pequeños trozos de madera que mi hermano y yo traemos de la carpintería de don Salgueiro. A medida que las chapas se calientan su apetito aumenta, astillas verdes, cajones viejos, trapos, huesos, toda clase de basura. Un resplandor rojizo nos ilumina los rostros cuando mi padre apaga  la luz. Después abre el horno. Alineados simétricamente los ladrillos esperan. El más pequeño es para mi hermana y el primero en salir, el segundo para mi tía Aída , hermana de mi padre que vive con  nosotros. A medida que salen del horno mi hermano los recibe con hojas de diario y hábilmente los envuelve sin quemarse. Un aroma cálido y dulzón a papel chamuscado, perfuma el aire. Mi madre se encarga de arropar los ladrillos con trozos de sábanas viejas. Acuno el mío mientras espero por mi hermano. Me pasa los brazos por los hombros y nos vamos a nuestro cuarto.

Los vidrios del “ Mercedes” se empañan levemente. Afuera hace frío y una llovizna pertinaz diluye el bar de Vilardebó y Millán donde estacionamos. No estamos lejos de la casa paterna. La soledad está allí, en la húmeda  atmósfera con olor a cuero, encerrada en una inestable pompa de jabón, pugnando por romper sus delicadas paredes, acechante pero todavía inocua. La frase inesperada deshizo el equilibrio virtual que la tenía en suspenso y se depositó invisible y cruel en mi ánimo. Que solo te vas a quedar hermano.

Camino por Vilardebó hacia San Martín. Mi vieja Escuela recostada a la panadería “ La Granada”,el pan caliente que comíamos en el recreo con la leche servida en grandes vasos de aluminio. La túnica de mi amigo Tassino, la más almidonada y blanca de todas, los grandes braseros, el himno italiano. La farmacia Mercurio, frente a la estación Reducto, plena de tranvías, está cerrada desde hace mucho tiempo. Tiene las cortinas metálicas bajas, grandes manchas de óxido y gruesos candados. Me detengo delante de una de sus ventanas ciegas y busco los aviones.

El viejo Tomás, sereno del domingo, arrastra los pasos por corredor. Las ocho del la noche. Abro el último cajón de mi escritorio. Debajo de las carpetas con dibujos infantiles retiro el B-29. Es de plástico amarillo con las hélices verdes. Sus alas apenas exceden la palma de mi mano. Lo hago volar un momento bajo el foco de la lámpara y lo poso suavemente en la pista del escritorio. Salíamos a las doce. Primer año. Mi hermano cuatro años mayor, me esperaba afuera. Yo, cartera cruzada al pecho, él, portafolios, estaba en quinto. Siempre me pasaba los brazos por los hombros. Siempre escuchaba mi pedido de pasar por la Mercurio, a veces accedía. Sobre repisas de vidrio, volando entre cajas de medicamentos, me entregaba al hechizo de los multicolores B-29, P-38 y F-51. No pasaba mucho tiempo antes que los aviones aparecieran, uno a uno, sobre mi cama. De alguna manera mi hermano conseguía las monedas necesarias para comprarlos.

Hice la llamada tres años atrás. El viento arrastraba hojas en el patio de maniobra bajo un cielo encapotado. La angustia llegaba puntualmente el domingo de tarde. Desde su ventanal frente a Kibón imaginé el mar encrespado, el vuelo de las gaviotas buscando refugio en la costa, los pocos  paseantes apresurándose hacia sus casas. Como estás. Te iba a llamar. Como anduvo la cosa. Mal, no te quieren nada por allá. Y Virginia. Menos. Hablé con ella una hora. Dijo que te verá en tu lecho de muerte. Dura. Muy dura. Dijiste odio. Bueno, si, fue lo que me dijo. Pobre chiquilina, creo que tu hija necesitaría un sicólogo. Colgamos. Quizá su mirada se distrajo en un velero de regreso al puerto del Buceo o en el súbito chaparrón que oscureció el horizonte. Yo miré la grúa. Las chapas oxidadas del depósito. El agua que empezaba a golpear con fuerza los techos de zinc. Somos tan distintos como dos hermanos seguidos me repetía siempre. Sin la mentira vital los hombres vulgares pierden la felicidad-decía Ibsen-y también la esperanza. Mi hermano acababa de matar ambas en una sola frase.

Como un reloj de péndulo los pasos de Tomás. Medianoche. El estómago tomado y metástasis en el hígado. Pienso en llamarlo. Pero tengo miedo de que aun moribundo salte sobre mí. No tengo fuerzas para resistir lo que ya sé, que mi hija se fue a Holanda y que estuvo en el aeropuerto y que no me avisó porque se lo había prometido a Virginia y que ella…

El llanto de la mañana es como una lluvia mansa desprendida de una nube inesperada. Mi espíritu agradece ese tibio deslizar por las mejillas que sin abatir la nostalgia la dulcifica con algo remotamente parecido a la esperanza. El llanto que derramo ahora es tumultuoso, arrastra las dudas del alma y las transforma en certezas inmisericordes, mi hija perdida para siempre, el infame regocijo.

Los ladrillos se enfriaban lentamente y en la mañana, cuando mi madre nos despertaba para ir a la escuela, nos regalaban, todavía, la chamuscada tibieza del horno y el papel de diario.

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Elbio Firpo.

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