En las tardes de lluvia extraño a mi Yaya. Nos encerrábamos en su cuarto y su voz suave me arrullaba al ritmo de las gotas. Me contaba tantas historias maravillosas. La del gigantesco pez que creó el mundo con un bostezo, la de los gatos que se comían las sombras, la de los monos que mancharon la luna.
Pero la que más me gustaba era la de las muñecas que querían ser humanas. «Contámela de nuevo Yaya», le decía, «pero con voz fuerte porque me duermo». Ella me sonreía y me aseguraba que en el inframundo hablan y caminan las muñecas que hemos perdido, y que algunas desean regresar. Me contaba cómo subían por las raíces del gran árbol, escalando a través de los mil mundos, hasta llegar a este. Cuando les da el sol, me decía, su piel se vuelve de carne. Pueden vivir entre nosotros, pero sin mojarse la cara, eso todas lo saben, agregaba con seriedad.
Ahora que estoy sola puedo escuchar su voz bajo la tormenta. El cielo está cerrado y algunas bandadas de pájaros luchan contra el viento. Ella me habría prohibido salir pero yo siempre quise bailar bajo la lluvia.
Giro y siento sus abrazos, mientras el reflejo de los charcos me muestra mi rostro, completamente borrado.